El espacio en Chile incentiva la curiosidad por la ciencia y el patrimonio de jóvenes.
Los niños aprenden por las manos, quieren tocarlo todo, sentir texturas y ver si cada pieza que accionan produce algo o no. Para darles esa posibilidad, el artista visual y restaurador chileno Richard Solís aceptó el reto de despertar el Museo de Química y Farmacia Profesor César Leyton —que depende de la Universidad de Chile, en la capital del país vecino—, que venía languideciendo.
El director ejecutivo del museo llegó a La Paz para participar en el Primer Congreso Internacional de Conservación del Patrimonio Cultural en Bolivia, que se realizó del 22 al 25 de mayo. Y si algo él tiene claro es que mostrar los objetos en vitrinas tal vez pueda estar bien, pero lograr que la sociedad vuelva a apreciar el uso que se les dio como instrumental de ciencia, es el verdadero reto que enfrenta.
Para eso, además de las visitas guiadas a las salas de química, farmacia y a la colección bibliográfica, el museo de Santiago organiza talleres en los que los visitantes pueden experimentar con los equipos exhibidos. Una de las colecciones más importantes está compuesta por diferentes microscopios históricos. Hace poco, estudiantes de entre 11 y 15 años pudieron ver las colecciones y entender mejor cómo el desarrollo de este instrumento cambió la forma en que se entiende el mundo.
Este tipo de objetos desencadena una serie de relatos que esclarecen la importancia histórica y didáctica de los museos. “Estamos planificando utilizar la historia del microscopio para poder hablar, a través de ella, de la relevancia del patrimonio”, comenta.
En este momento el museo se encuentra en un proceso de transición que pretende revelar su valor. Durante los últimos 20 años lo dirigió su antecesora, la profesora Irma Pennacchiotti Monti.
“Gracias a ella no desapareció. Actualmente, la profesora tiene 98 años y con esa edad seguía haciendo las visitas guiadas, hasta hace poco. El proyecto fue una forma de mostrarle que el lugar al que le dio tanto no desaparecerá”, narra.
Hace más de seis décadas, el profesor César Leyton —cuyo nombre bautiza al museo— se dio a la tarea de adquirir diferentes objetos relacionados con su profesión. La primera exhibición se organizó con ellos, en una sala de la que fue la Escuela de Química y Farmacia, hoy Facultad, en 1951. “Él quería dejar constancia del crecimiento de esta disciplina en Chile, cuando la escuela era la única encargada de proveer profesionales al país”.
Ahora, además de formalizarse institucionalmente, el museo comenzó a llamar la atención de un público difícil: los jóvenes. En su cuenta en Instagram (museo.quimicafarmacia), además de mostrar videos, hacen concursos y difunden las características de la colección. Cada semana escogen un objeto y narran algo sobre él. En una publicación que muestra un farol rojo se lee: “Queremos compartir con ustedes la imagen de este farol, proveniente de la antigua Botica Inglesa, que en la época colonial estuvo presente en naciones de América como Perú, Ecuador, Argentina y Chile, siendo Tocopilla la primera ciudad de este país en tener una botica con este nombre. Fue fundada por el farmacéutico alemán Juan Enrique Franz”.
La idea fue darle un tono a las publicaciones que funcionó tan bien, que no solo llegaron visitantes, sino muchos estudiantes que hoy trabajan como voluntarios. Esta iniciativa llenó de energía las instalaciones del Colegio Químico Farmacéutico, donde se encuentran las colecciones.
Por mucho tiempo, las actividades de los profesionales en esta rama se mantuvieron aisladas de aquellas del museo, sin embargo ahora el presidente del colegio, Mauricio Huberman, oficia como guía ocasional de las visitas. Los jóvenes son parte de su público objetivo y espera llamar la atención de nuevos investigadores patrimoniales desde las ciencias.
La misión del equipo es hacer accesible el conocimiento del mundo alquímico para todos los que sientan curiosidad por él. Busca reencantar a la gente y proponer soluciones para que los objetos delicados también puedan estar al alcance del público. “Lo importante es que las nuevas generaciones puedan involucrarse y sientan que el patrimonio que implican estas colecciones es suyo. Y la instrucción adecuada evitará que éste se maltrate. Los jóvenes son los que le dan sentido al trabajo de nuestro equipo”, afirma el director.
El descuido de las instituciones de las que depende es una condición que comparten muchos espacios similares a éste. Mucha voluntad y poco presupuesto es una fórmula que se repite y con la que se debe lidiar cotidianamente. Así, Richard aprendió los grandes beneficios de generar lazos y de activar creativamente la gestión del lugar. “Los esfuerzos individuales resultan ser el motor de muchas iniciativas, no solo en Chile, sino en toda Latinoamérica. Incluso con poco apoyo, encontré en Bolivia muy buen nivel y me sorprendió el interés que tienen dirigentes de comunidades indígenas por el tema, eso es un diamante en bruto que hay que saber aprovechar muy bien”.
Ya que el museo tiene ambientes reducidos, los visitantes pueden ver a estudiantes y voluntarios interviniendo los objetos para limpiarlos y restaurarlos. Esto llamó mucho la atención, lo que planeó el siguiente paso para el museo: convertirse en un espacio donde se puedan pasar clases teóricas y prácticas.
Por ahora su labor con niños, adolescentes y jóvenes complementa los contenidos de asignaturas escolares y universitarias, pero a lo que se quiere llegar es a albergar cursos tanto de química y farmacia como talleres de puesta en valor o restauración preventiva.
Entre los libros de su colección bibliográfica se encontró un manual para producir jabones, escrito por Albert W. Smiles. Ese hallazgo abrió la posibilidad de hacer un curso práctico con técnicas antiguas y protocolos contemporáneos de producción. Si bien esta experiencia podrá realizarse en sus instalaciones actuales, revela una nueva meta: buscar un lugar adecuado para ser un espacio aún más interactivo y didáctico.
Fotos: Oswaldo Aguirre y Museo de Química y Farmacia César leyton